La casa que se derrumbaba

shinhy_flakes

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Las brisas nocturnas entraban al vestíbulo oscuro de la casa, la cual tenía una antigüedad de dos siglos, enorme y espaciosa, albergadora de múltiples secretos, que fue heredada a través de generaciones hasta llegar a las manos que ahora la poseían. A través de sus pasillos lúgubres crujían las maderas de muebles vetustos, las telas de araña se amontonaban en sótanos indecibles, y dentro de sus habitaciones era posible extraviarse, pues el suministro eléctrico era mínimo, y más que casa se asemejaba a un laberinto de aposentos señoriales, oxidados lujos y reliquias de tiempos remotos.

En la alfombra estaba impreso el símbolo de la familia: un ornamentado escudo de armas dorado. Las cadenas herrumbrosas de la pared parecían próximas a ceder; algunas eran sostenidas por guanteletes de armaduras, situadas a los lados de la habitación, que en su forma íntegra, parecían centinelas dormidos alzándose en la oscuridad como siniestros pájaros.

El prematuro dueño, que llegó a serlo casi por accidente tras la temprana muerte de los anteriores propietarios, sus padres, deambulaba con intranquilidad en círculos a mitad de la sala, ante la atenta mirada de sus dos amigos. Sacaba un pañuelo de seda de su chaqueta de paño, y se limpiaba el sudor en la sien.

—Dónde pudo haber dejado mi abuela María la llave del sótano… —murmuró Leonel Gallach.

Estaba conturbado. Mercedes, la amiga, proveniente de un linaje que tenía afinidad con su familia, se compadeció de su estado y quiso darle palabras de consuelo; el otro amigo, Humberto, se mantenía al margen, costumbre de su sombría actitud, y lo examinaba con la mirada.

—Quizá, ella sólo quería que encontraras la carta —dijo Mercedes apoyando las manos en su hombro, dándole a entender la posibilidad de que dicha llave no existía.

Él, por supuesto, no lo aceptó.

Se quedó quieto en un vacío interior mirando al suelo con los brazos caídos. Esperaba encontrar la llave. Podía visualizarla en su mente: formada de metal negro, con una extraña efigie de cabeza demoníaca en la parte superior que poseía ojos rojos y cuernos. Debía entrar a ese sótano. Entre tantos intrincados pasillos, anchos dormitorios y muchos sótanos más, sabía que en la casa no había otro igual a éste. Por algo su abuela se lo había mencionado.

En efecto, tuvo en sus manos una carta de ella antes, cuando pasaron dos días de su defunción y él hacía el inventario de bienes de la propiedad. Para entonces, como solía hacerse en las familias ricas, el cuerpo de ella había sido embalsamado por decisión propia; era una dama de otro tiempo, con una tez cérea que conservaba la expresión severa de sus ojos. Leonel subió al antiguo dormitorio de la abuela, donde reposaba el ataúd, ayudado por ambos compañeros, que también realizaban la lista, y al encontrar el delicado cadáver de María tendido en la cama con los brazos cruzados, recordó de súbito las líneas del testamento.

María Gracia de Navarro era reconocida en su sector social. A días de que nacieran sus nietos, solía hacer paseos con su esposo, Marcelino Gallach, tomada del brazo de él que llevaba el bastón, como dos rígidos señores de luto que avanzaban de forma mecánica. Ella era una señora fúnebre, altiva y despectiva; escondía el rostro tras un velo y usaba vestidos suntuosos. Por su austero semblante despiadado tenía mala fama que hacía a los niños alrededor correr al verla.

Pero era celebérrima entre la clase alta por ser la fundadora del domicilio Gallach, ya que aunque no portaba el apellido que su cónyuge heredó a la familia, aportó los fondos para la construcción. De su marido se hablaba que fue un hombre perspicaz en su juventud, también tachado de holgazán; se cuenta que era inescrupuloso, y que a escondidas de su mujer amaneció cada día con una acompañante diferente en la cama, tras burlarla con audaces artimañas cuando ella salía a dar sus paseos nocturnos con su sombrilla tenebrosa, y volvía al mediodía.

Esto acaeció en la época en que Santiago de Chile era un reflejo de la vida de la Colonia: tras que los españoles se retiraran, dejaron una ciudad moribunda, lóbrega, con características góticas, como siempre lo ha sido Santiago después de todo; donde todavía se mantenía una autoridad clerical, y la Catedral era el centro del poder, con sus calles adyacentes en las que se ocultaban monjes paganos, sectas, traficantes, y debajo de ellas surgían túneles subterráneos que conectan la ciudad hasta la actualidad, sepultados en polvo.


Corrían rumores que manchaban la imagen de Doña María Gracia, aunque tampoco había pruebas que los echaran por tierra, de que la mujer dueña de la casa se dedicaba a echar mal de ojo a los bebés que tenía a la vista, y disecaba animales que exhibía en estanterías secretas de la propiedad. A pesar de las apariencias que como toda dama de alcurnia ella sabía guardar, el pueblo la tenía por malvada. Cuando se aproximaban los días de su muerte, postrada ante una gripe mortal, se sentó en el escritorio a escribir junto al testamento ya preparado, la carta, pues sabía que inevitablemente los eslabones del destino habían comenzado a moverse, y le revelaría a su nieto la existencia de aquel sótano, donde había un demonio encerrado.


Leonel Gallach hizo una requisa acezante en el dormitorio, revolviendo todo a su paso, pero la famosa llave mencionada de forma tan concreta no aparecía. Descubrió que la gaveta varias veces registrada, sin que pudieran abrir su compartimiento —tras lo cual esperaban forzarla—, no tenía cerradura, sino un mecanismo con teclas donde debía poner unos números ignotos. Recordó que al pie de la misiva de la abuela, ella había puesto su fecha de nacimiento, intención que él no supo descifrar.

Pero la identificó y marcó los números en la gaveta. Un remezón sacudió el cuarto, y la cama de la difunta se apartó lentamente hasta dejar al descubierto un espacio negro y vacío debajo. Leonel se agachó y recogió la llave aludida dispuesta en el centro, y la estudió un rato frente a sus amigos, comprobando que era la verdadera.

Descendió atropelladamente junto a ellos por las escaleras que llevaban al espacio sombrío donde, entre otros más, se hallaba el sótano. Al primer rellano los detuvo un criado de la casa, Don Manuel; esquelético y acorralado contra la pared de madera como a punto de desplomarse; temblaba, estaba polvoriento, con una expresión controlada de pavor en los ojos y el ancho paño de seda sobre el brazo.

Al encontrárselos se sobresaltó, pero con una voz sombría le impidió a Leonel seguir bajando si no explicaba primero sus razones. Cuando él le mencionó que por fin tenía la llave que abría el sótano, Don Manuel le dio una mirada de ojos atónitos. Entonces le dijo:

—Si es así, primero deberás oír la historia relacionada con ese lugar:

“Verás. Por la época en que nacerían sus nietos, Marcelino Gallach, tu abuelo, conocido por ser un hombre de vicios y vida fácil, fundó un club donde se reunía con sus socios cada tarde, a sabiendas de la esposa, aunque ella ignoraba que allí él satisfacía sus malas costumbres, y que habían traído damas de compañía desde el Lejano Oriente.

Bien pues, entre apuestas y las veces que se acostaban con esas prostitutas, había una, Kyoko Ming, la más esotérica de todas: era una asiática de piel pálida, extravagante en el vestir, que cargaba una bufanda de piel púrpura en sus hombros, como el color de sus ojos, y siempre llevaba un cigarrillo largo en la boca; se decía de ella que era hechicera y a eso se atribuía su forma de ser tan misteriosa, y que se encerraba en su cuarto a hacer rituales. Encandiló a tu abuelo y le habló sobre un demonio al cual estaba ligada. Marcelino se acostó tantas veces con ella, en el cuarto pequeño y negro que tenía, con velas derretidas y sobre el suelo un abigarrado pentagrama invertido, que allí engendraron a un hijo, quien fue tu padre, Gamadiel Gallach.

“Gamadiel heredó todas las características de Marcelino. Tu madre murió muy joven, y para él no fue una razón de cargar luto: siguió llevando su vida desenfrenada. Una vez se encontró en el metro, pues se dirigía al centro de la ciudad donde contrataba los servicios de prostitutas, y halló a un viejo de aspecto lastimero, con el torso desnudo y una especie de pañal; también le faltaban dientes en la boca ensangrentada. Tenía un libro negro en la mano con las siglas T.A.I doradas, y Gamadiel, con curiosidad, se le acercó. El anciano con tan sólo mirarlo descifró su modo de ser:

—Veo en tu mirada que eres un hombre lujurioso. Conozco un ritual que te permitirá saciar tu libido con distintas mujeres eternamente.

Gamadiel reaccionó mirándolo asombrado. Efectivamente, la lujuria era su motor de vida, pero no sabía cómo el anciano lo había descubierto. Al escuchar sobre un ritual, las palabras dieron vueltas en su cabeza. Era de índole decidida, y le dijo que quería realizarlo.—Deberás sacrificar cientos de cosas —previno el anciano.

Esa noche Gamadiel no abordó el metro.

Se quedó conversando con el vejestorio, y en los días posteriores llevó a cabo el ritual, sobre el cual lo único que sé, es que se acostó con seis mujeres por temporadas en el resto de su vida; cometió incesto con Kyoko Ming, la primera; luego, Alondra Fuguet, una francesa hija de colonizadores; Helena Casablanca, una italiana ninfómana que sentía igual atracción hacia hombres como mujeres; Ryan Albino, una cazadora ilegal que vivía en su casa rústica de la montaña; Gladis Meneses, profesora de un caro colegio, con cargos de pedofilia, y Angélica Candil, una novicia desertora de la iglesia que entró en una secta satánica. Sé todo esto a causa de que él hizo un registro.

>Con cada una tuvo un hijo; y, según rumores de la época, ciertos en parte, estos hijos al nacer fueron horribles, y Gamadiel se ocupó de recluirlos en distintos lugares del sector. Se dice que al primero de ellos lo encarceló en el sótano del que te habló tu abuela. Murmuraciones más osadas todavía sugieren que, en realidad aquellas mujeres engendraron demonios, los cuales han sido vistos y portan una simbología idéntica…”

Leonel quedó boquiabierto, y sólo miraba a Don Manuel tratando de encontrar una explicación, junto a sus amigos incrédulos. El viejo se dejó caer más sobre el muro, abatido por la carga invisible en su espalda, y añadió:

—Me imagino que ahora no querrás ir tanto a ese sótano.

Sin embargo, pese a la palidez del rostro de Leonel, también mostraba en sus ojos una chispa de decisión, lo que indicaba que sí insistiría en su tentativa. Don Manuel necesitaba hacerlo desistir de ello, por la razón de protegerlo, pero sin mencionársela. En aquel instante, un rugido terrible proveniente desde algún espacio de la casa estremeció los cimientos.

Luego, cuando Leonel estaba apegado a la ventana al lado de sus amigos, una fuerte ventisca golpeó el cristal, haciéndolo temblar, y él se echó hacia delante, asustado. La corriente de viento recorrió las distintas ventanas azotándolas, como un ser invisible que acechaba en el exterior ansioso de entrar. Parecía el momento oportuno. Don Manuel sacó su reloj dorado de bolsillo, y miró la hora fingiendo asombro:

—¡Vaya! Son las doce en punto… Será mejor seguir con esto mañana.

Le indicó escaleras arriba la dirección donde estaban los dormitorios, para que Leonel alojara a sus amigos. Subió con ellos rápidamente la escalera, mientras la ventolera parecía perseguirlos y estar a punto de hacer estallar las ventanas que surgían a los lados de sus cabezas.

Más tarde Don Manuel apareció en la puerta del dormitorio con una lámpara de mano, e iluminó el rostro de Leonel, quien dormía en la cama fúnebre de su abuela, y reaccionó con un gesto de molestia. Después el criado pasó a revisar la habitación de los invitados donde descansaban los amigos de él, para comprobar que nadie anduviese en pie desobedeciendo su sensata advertencia.

Mercedes se levantó a orinar.

De cuclillas sobre la bacinilla, se subió la extensa falda de señorita para que no le estorbara, cuando sintió los gemidos intranquilos de Leonel desvelado. Enseguida salió al pasillo con dirección hacia su dormitorio para ver qué ocurría. En ese instante, Humberto se deshizo de sus sábanas, y se incorporó en la cama como un poseído. Entonces tocó el suelo de madera con sus pies descalzos, y se internó en el luctuoso corredor para dirigirse a algún lugar desconocido de la casa.

Luego volvió con un alicate grande entre manos y entró al baño. Encendió la luz, se puso frente al espejo, pese a que tenía los párpados cerrados como quien duerme el más profundo sueño, y permaneció así un largo rato sin hacer nada, únicamente con el sonido de su respiración quebrando el silencio. Hasta que reaccionó, con lentitud levantó el alicate y la puso delante de él, la abrió y se apretó uno de los dientes.

Hizo fuerza, la giró un poco con técnica, y ante un sonido de torcedura el diente cayó solitario al lavamanos, sobre un hilo de sangre. Apenas con una mueca de dolor continuó el proceso y fue arrancándose los dientes uno a uno, luego las muelas, así sus encías quedaron desiertas y se desplomó muerto sobre la cerámica tras desangrarse.

Mercedes espiaba a través de la puerta en la habitación de Leonel. Se retorcía, arropado hasta el cuello, sudándole la frente, como si estuviera teniendo pesadillas. De pronto abrió los ojos y se quedó muy atento en la oscuridad; en tanto, Mercedes había vuelto a su dormitorio.

Escuchó pasos de botas viniendo hacia la habitación; cruzaron el umbral y caminaron por el suelo de tablas haciéndolo crujir. Leonel se incorporó, agitado al imaginarse aquel ente desconocido frente a él, y se protegió con las frazadas. Pero los pasos no se repitieron en toda la noche; tampoco pudo volver a pegar un ojo.

Tras una semana la pestilencia obligó a Leonel y a Mercedes a descubrir el cadáver de Humberto, con horror. Y ambos se encargaron del funeral. A la mañana siguiente, muy temprano, Leonel ya reflexionaba sobre si la casa tenía algún tipo de mala influencia para que sucedieran semejantes desgracias, y cogió la llave que había dejado sobre el velador para ir junto a Mercedes a revisar el sótano donde dormía el demonio. Al girar la llave, le aconsejó a ella que era mejor que lo esperara fuera, y se adentró al sótano. El interior era todo negro. Halló sobre el muro un dibujo deforme del pentagrama invertido; frente a éste unas velas, y en el centro del sótano vio un bulto irregular, cuyo tamaño era de la altura de sus rodillas.

Parecía hecho de una masa desagradable, y cuando Leonel se acercó, vio cómo se derramó en el suelo. Tras encontrar el interruptor y verlo ante la luz, descubrió que parecía un feto aberrante. Era un monstruo.



>Continuara...
 
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